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Josze Karusso

LA HISTORIA SEA CONTADA



CRÓNICA DE SAN CEFERINO



Caía la tarde y junto al lago Ñorquinco el campamento se aprestaba a pasar la noche. El humo del fuego mezclado con bosta de llama, para espantar a los tábanos, se elevaba al cielo lentamente en una danza hermosa. Los viejos de la tribu enviaban sus oraciones a Dios con el humo juguetón. Para ellos la naturaleza, el hombre, los animales y las plantas eran camino hacia Dios. Creían desde siempre en un Dios omnipotente, eternamente Santo y Misericordioso. Los guerreros hablaban de las hipótesis de conflicto de la nación Mapuche. Este no era un campamento cualquiera, era el refugio de verano de la familia Real. El cacique Namuncurá se puso de pié y bendijo los alimentos y a los comenzales, agradeciendo a los hermanos animales y plantas que ahora les servían de comida. El gran guerrero Nahuel dijo: Gran padre, estamos preocupados por el avance de los huincas. El cacique contestó: No deben preocuparse por eso, son nuestros hermanos y ellos también tienen derecho a vivir en nuestro paraíso. Y continuó diciendo: Recuerden las historias ancestrales de nuestros padres primitivos (primitivo significa primogénito). Nuestros antepasados desde el Cielo nos acompañan y bendicen hasta que todo esté hecho. Los guerreros admirados y sin entender bien estas palabras del Gran Jefe, las meditaban y las guardaban en sus corazones. Llegó corriendo un emisario y dijo: Gran Jefe, ha ocurrido algo horrible. Un puma hambriento atacó a unos colonos huincas y los mató. Una niña de cabellos de sol es la única sobreviviente. Un milagro. El Gran Jefe dijo: El hermano puma mató por miedo, para proteger a sus cachorros. Por eso no mató a la niña. Tráiganla ante mi presencia, espetó.

Entró en escena entonces la pequeña. Era una niña huinca de alrededor de 3 años. No lloraba, pero estaba muy asustada de tanto alboroto y por no entender que había ocurrido con su mamá y su papá. El Gran Jefe admirado por la belleza de la niña la sentó en su regazo y recién allí ella comenzó a llorar abrazándolo fuertemente. Era su desahogo después de tanto sufrimiento. Todos entendieron que era una niña milagro, tan rubia, delicada, pecosa y bella, que toda la comunidad la apodó Amancay, como la hermosa flor patagónica.


Pasaron los años y esta niña blanca, digna hija mapuche, se convirtió en una mujer guerrera, pero no como muchos pensarían; ella llevaba el estandarte Mapuche en las salidas del ejército y era tan bella y santa que siempre lograba negociar con los hermanos enemigos la paz. Digamos que una Pax Romana.

Llegó el momento de casarse y ella misma eligió a su esposo, y su esposo la eligió a ella misma como su esposa. Se casó en grandes festejos con Quimey, el hijo mayor del Gran Jefe, el más valiente y santo. Se avecinaban tiempos difíciles para la Nación. Los huincas avanzaban sobre el territorio americano. América era el nombre de Pacha, o sea Tierra para los primitivos.



El Gran jefe se aproximó al arroyo que corría junto a su residencia. El sonido era arrullador y lo elevaba en un éxtasis de gran paz y alegría. Allí hablaba con Dios. Era un secreto de los Jefes.

Dios mío, dijo el Gran Jefe Namuncurá, ¿Qué nos depara el futuro?. La Voz de Dios respondió: No deben preocuparse hijos míos tan queridos, entre el pueblo huinca hay buenos y malos. Entre la cruza de las vertientes de tu pueblo originario y el de ellos surgirá una Gran Nación. Sufrirán mucho a causa del demonio, pero yo triunfaré.

Dios mío muy querido dijo el Gran Jefe, hay un presidente llamado Roca que está planeando un avance militar sobre nuestras tierras. Así nos lo aseguran nuestros informantes. La Voz de Dios contestó: Déjenlos que avancen, tu pueblo será bendecido por la sangre huinca y el de ellos por la suya. El casamiento de Quimey y Amancay es profético. Es mi plan desde toda la Eternidad. Serán una gran Nación americana, una Patria Grande. De tu progenie surgirá un gran Justo, un gran Santo. Se llamará Ceferino y él los guiará hasta la Victoria Final. El Gran Jefe se adormeció en visión sobre las maravillas que le deparaban a su pueblo y se sintió inmensamente Feliz y Dichoso.



Autor: Jozse Karusso


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